Hace mucho tiempo que cada vez que salgo de mi tierra natal cumplo un ritual. No importa si el viaje es grande o pequeño, no importa el tamaño del destino o las fronteras que se crucen. No importa lo exótico del lugar. Pero siempre lo cumplo. Mis primeras horas, o incluso días, en un nuevo sitio intento salir a pasear, solo, por esa nueva ciudad o país por descubrir. Los mapas y las guías se quedan en casa, y como el Livingstone que se encuentra con Stanley, se trata sólo de explorar...
Es algo muy simple, nada tiene de especial, pero para mí es algo muy importante. Después llegarán los días de las guías y los mapas, los consejos de los que saben, las visitas acompañadas de la gente local. Pero primero siempre viene un paseo a solas, con las orejas tiesas y los cinco sentidos abiertos como antenas que intentan cazar cada sonido, cada olor y cada gesto. Se trata de intentar "aterrizar" en el lugar, comprenderlo, entenderlo y encontrar su "alma". Se trata de encontrarte con preguntas sin responder, momentos embarazosos y de apuro, rituales que por el momento te parecen indescifrables, se trata de descubrir calles que no salen en las guías turísticas. Encontrarte una y otra vez con una pregunta que no sabes resolver. Y que tardarás en comprenderla, pero cuando lo hagas, por tí mismo, sabrás que a ese sitio ya le puedes llamar casa.
Es curioso, e irónico, que para encontrarse hace falta perderse. Salir de tu area de comfort. Porque viajar es tanto un viaje hacia el exterior como un recorrido hacia tu interior. Rara es la vez que de un viaje no descubras una parte de tí que no conocías. O recuperes aquella que creías perdida. Enciendas esa llama interior. Y ese simple ritual de perderte por unas calles es tan importante como querer averiguar más sobre tí mismo. Así que cumpliendo con mi tradición, nada más aterrizar en Serbia, cumplí con el ritual perdiendome yo sólo por las calles de Belgrado.
Es curioso, e irónico, que para encontrarse hace falta perderse. Salir de tu area de comfort. Porque viajar es tanto un viaje hacia el exterior como un recorrido hacia tu interior. Rara es la vez que de un viaje no descubras una parte de tí que no conocías. O recuperes aquella que creías perdida. Enciendas esa llama interior. Y ese simple ritual de perderte por unas calles es tan importante como querer averiguar más sobre tí mismo. Así que cumpliendo con mi tradición, nada más aterrizar en Serbia, cumplí con el ritual perdiendome yo sólo por las calles de Belgrado.
Pronto el misterio de ese país que nos resulta tan desconocido comenzó a desvelarse con un simple recorrido por la arteria principal de la ciudad. Los rasgos afilados de las caras, el pelo corto y duro, rostros que asociamos rápidamente con esos Mijátovic, Antic, Djordjevic y tantos otros deportistas que llegaron a nuestro país. Iglesias ortodoxas, consonantes silbadas en una entonación eslava que me resulta tan familiar. Carteles en cirílico que me recuerdan que Rusia ya no está tan lejos, que casi se puede tocar estirando la mano. Y entonces te das cuenta.
De que somos tan parecidos y tan diferentes. Serbios y españoles. Los ves en la calle, dia y noche. Cafeterias, bares y restaurantes llenos. Conversaciones a voces en la calle, risas exageradas, abrazos, mil besos y palmadas en la espalda. Resulta tan cercano que uno piensa que se trata de dos hermanos separados al nacer y condenados a vivir en cada extremo de Europa, moldeados por el tiempo y la conquista de los diferentes imperios. Y que al verse después de muchos años notan en los gestos, la mirada y la sonrisa algo que les resulta muy familiar.
Porque pese a estar en plena capital, en el centro de Belgrado, aquí la gente se para a saludarse en la calle, se gritan de lado a lado de la acera. Aquí el ritual de comprar no se completa hasta que el panadero, el frutero, el carnicero o el pescadero te ha preguntado por la familia, por el futbol o el baloncesto. Porque aquí un coche se para en mitad de la calle más transitada para saludar por la ventanilla a algún amigo que camina por la acera. Y esto recuerda a lo que pasa en nuestros pueblos, a ese tratamiento tan personal que algunas ciudades españolas ya han perdido.
Descubrí también que los serbios abarrotan sus parques, plazas y monumentos, a menudo en familia, simplemente para charlar o pasar el rato, haga el frío que haga, como alternativa a quedarse en casa. Son un pueblo social, que necesita del vecino y del amigo, como lo somos nosotros, al que no le importa si mañana hay que trabajar mientras se esté en una terraza en buena compañía. Ayuda que aquí, en Belgrado, comer fuera de casa sea tan barato que casi es más rentable que comprar los alimentos. Así, las calles están llenas de puestos de palomitas, pizza, todo tipo de platos con carne, castañas y otras comidas. Puestos con verduras y frutas tan coloridas que poco tienen que ver con las que ofrecen los supermercados. Y libros. Muchos libros. Y esos parques con sus ancianos jugando al ajedrez, a menudo la mesa más popular rodeada del resto del grupo que comenta los movimientos, como nuestros tertulianos rodean a los que andan jugando al tute o al mus. Tan parecidos y tan diferentes.
De que somos tan parecidos y tan diferentes. Serbios y españoles. Los ves en la calle, dia y noche. Cafeterias, bares y restaurantes llenos. Conversaciones a voces en la calle, risas exageradas, abrazos, mil besos y palmadas en la espalda. Resulta tan cercano que uno piensa que se trata de dos hermanos separados al nacer y condenados a vivir en cada extremo de Europa, moldeados por el tiempo y la conquista de los diferentes imperios. Y que al verse después de muchos años notan en los gestos, la mirada y la sonrisa algo que les resulta muy familiar.
Porque pese a estar en plena capital, en el centro de Belgrado, aquí la gente se para a saludarse en la calle, se gritan de lado a lado de la acera. Aquí el ritual de comprar no se completa hasta que el panadero, el frutero, el carnicero o el pescadero te ha preguntado por la familia, por el futbol o el baloncesto. Porque aquí un coche se para en mitad de la calle más transitada para saludar por la ventanilla a algún amigo que camina por la acera. Y esto recuerda a lo que pasa en nuestros pueblos, a ese tratamiento tan personal que algunas ciudades españolas ya han perdido.
Descubrí también que los serbios abarrotan sus parques, plazas y monumentos, a menudo en familia, simplemente para charlar o pasar el rato, haga el frío que haga, como alternativa a quedarse en casa. Son un pueblo social, que necesita del vecino y del amigo, como lo somos nosotros, al que no le importa si mañana hay que trabajar mientras se esté en una terraza en buena compañía. Ayuda que aquí, en Belgrado, comer fuera de casa sea tan barato que casi es más rentable que comprar los alimentos. Así, las calles están llenas de puestos de palomitas, pizza, todo tipo de platos con carne, castañas y otras comidas. Puestos con verduras y frutas tan coloridas que poco tienen que ver con las que ofrecen los supermercados. Y libros. Muchos libros. Y esos parques con sus ancianos jugando al ajedrez, a menudo la mesa más popular rodeada del resto del grupo que comenta los movimientos, como nuestros tertulianos rodean a los que andan jugando al tute o al mus. Tan parecidos y tan diferentes.
Y en esencia, ese movimiento en las calles, ese volumen de las voces y las risas, hace de Belgrado un sitio acogedor. Es el ambiente más que el escenario el que encapsula el "alma" serbia. Porque la arquitectura de la ciudad es tan caótica y anárquica, que uno puede pasear por una calle donde nuevos edificios de apartamentos se intercalan con pequeñas casas con huerto. Grandes edificios de estilo soviético se mezclan con palacetes antiguos. Y la historia siempre está a la vuelta de la esquina...
...como cuando giras y te encuentras un edificio gigante bombardeado. Recuerdo de una guerra que no se quiere olvidar. Dejado en ruinas a propósito, para recordar, como un reloj que se paró en ese mismo instante, el momento en el que la OTAN decidió bombardear, por enésima vez en la historia, la capital serbia. Y es que, aunque haya pasado mucho tiempo, aunque la vida sigue su camino, la guerra no se olvida. Porque a la jovialidad de la gente joven y de mediana edad, se une la triste mirada de los ancianos. Aún no se contestar a todas las preguntas, aún no entiendo el por qué, y como dije antes, tampoco lo voy a preguntar. Pero parece que sus ojos arrugados y sin luz han visto demasiado, y añoran tiempos lejanos cuando los pueblos eslavos del sur vivían bajo una misma bandera. O quizás esos ojos sólo están llenos de ira tras lo que consideran una gran traición. Sea como fuere, tendré tiempo de hablar de la guerra. Aún no he recorrido el camino suficiente. Pero estos grandes edificios bombardeados, esas pintadas esporádicas de Milosevic, o esos graffiti que rezan "Kosovo je Srbija" me recuerdan que Belgrado, y Serbia, tiene aún heridas abiertas.
Hace poco Perez Reverte dijo que los españoles eramos muy de extremos, de amar y odiar hasta el final. Y este extremo es tan intrínseco en el alma de los serbios, ese amor y pasión exacervada, que ahora sí, estoy convencido, que una vez fuimos hermanos.
Y con estos pensamientos me perdí por Belgrado, la ciudad blanca, primer paso de un camino por los balcanes, tierra de los eslavos del sur.
...como cuando giras y te encuentras un edificio gigante bombardeado. Recuerdo de una guerra que no se quiere olvidar. Dejado en ruinas a propósito, para recordar, como un reloj que se paró en ese mismo instante, el momento en el que la OTAN decidió bombardear, por enésima vez en la historia, la capital serbia. Y es que, aunque haya pasado mucho tiempo, aunque la vida sigue su camino, la guerra no se olvida. Porque a la jovialidad de la gente joven y de mediana edad, se une la triste mirada de los ancianos. Aún no se contestar a todas las preguntas, aún no entiendo el por qué, y como dije antes, tampoco lo voy a preguntar. Pero parece que sus ojos arrugados y sin luz han visto demasiado, y añoran tiempos lejanos cuando los pueblos eslavos del sur vivían bajo una misma bandera. O quizás esos ojos sólo están llenos de ira tras lo que consideran una gran traición. Sea como fuere, tendré tiempo de hablar de la guerra. Aún no he recorrido el camino suficiente. Pero estos grandes edificios bombardeados, esas pintadas esporádicas de Milosevic, o esos graffiti que rezan "Kosovo je Srbija" me recuerdan que Belgrado, y Serbia, tiene aún heridas abiertas.
Hace poco Perez Reverte dijo que los españoles eramos muy de extremos, de amar y odiar hasta el final. Y este extremo es tan intrínseco en el alma de los serbios, ese amor y pasión exacervada, que ahora sí, estoy convencido, que una vez fuimos hermanos.
Y con estos pensamientos me perdí por Belgrado, la ciudad blanca, primer paso de un camino por los balcanes, tierra de los eslavos del sur.