Debería enseñarse en todas las escuelas de rugby. La mente, tan intangible como puede parecer, es uno de los elementos más importantes a la hora de enfrentarnos a lo desconocido. En Rafa se encuentra el equilibrio perfecto de la naturaleza, el hielo en la cabeza, el fuego incombustible en un corazón que mueve brazos y piernas en una danza con un final conocido, un ¡Vamos! Y un puño cerrado.
Es lo más parecido a la época del coliseo. Del túnel salen los dos gladiadores, ante el rugido del público, y en la cara de Nadal se dibuja el rostro de concentración absoluta de alguien que sabe que sale para dar todo lo que le quede, no hay mañana.
La raqueta, su gladius, y la tierra batida, su casa. Y el rival intenta en vano no amedrentarse mientras ve a Rafael esprintar hacia la línea, el gesto ya apretado, la cinta en el pelo, los dientes preparados. Reconozco en su cara la llama en los ojos de “Iron” Mike Tyson cuando caminaba hacia el ring.
Una vez le pregunté a un internacional inglés de Leicester porqué muchos equipos perdían su identidad al jugar en Welford Road. Su respuesta, explicaba perfectamente el aura creada en torno a una manera de ver el rugby y la competición: “Llegan, y en el vestuario, bajo la Crumbie Stand, escuchan el rugido del público y el pisoteo al unísono que hace retumbar los cimientos.
Muchos han perdido antes de empezar, y los que realmente vienen a ganar, saben que enfrente tendrán un equipo que se tirará a la yugular desde el primer hasta el último minuto, y esa sensación de tener un perro de presa que te persigue y que no bajará la agresividad pesa hasta en los mejores equipos”. Yo vi al más grande del tenis llorar desconsolado, porque no había logrado liberarse de ese perro de presa.
En el mundo de Rafa, jugar y morir es lo mismo. No hay pensamientos más allá del siguiente punto, sabedor de que en cualquier deporte, también en el rugby, es la consecución de buenas acciones lo que te hace ganar. Una detrás de otra.
En el mundo de Rafa, no existe ruido, sólo hay silencio. Al saque, Rafa sigue su ritual sagrado de concentración. Arrastra el pie por la tierra limpiando la línea, se coloca el pantalón, bota la bola, una y otra vez.
Se toca la oreja, la nariz y la otra oreja. Mientras los espectadores escuchamos al público, admiramos las gradas llenas y la magnitud del momento y el partido, en la mente de Rafa como si de Clark Kent en su “fortaleza de la soledad” se tratase, sólo se escucha el viento. No hay gente, no hay cámaras no hay nada. Los sentidos, inyectados y acentuados por esa concentración inquebrantable, recogen sólo el sonido de la bola contra la superficie marrón plop, plop, plop.
Su sentido del tacto sólo alcanza a sentir esa gota de sudor que resbala de la cinta hasta el final de su melena. Su vista sólo dibuja una pista de tenis y un rival al otro lado de la red. Como si jugara en el espacio exterior. Como ese chico de Surrey que coloca el óvalo cuidadosamente en el tee, como si ese fuera el primer y el último golpe de castigo que golpeara en su vida. Y calcula sus pasos atrás, uno y otro, luego hacia un lado. Y junta las manos y mira a los palos. Su vista sólo dibuja el espacio entre los mismos, sus oídos sólo escuchan la brisa del viento. Así se consigue un drop mágico.
Al otro lado, sea quien sea el rival, hay nervios. Los mismos nervios que cuando esperas a la salida de la touch o de la melé, cuando ves que tu rival se prepara para recibir el óvalo e impactar contra ti. Con la diferencia de que puedes ver en su mirada que su objetivo irresoluble es pasarte por encima.
Y entonces llega el latigazo, comienza el baile, la lucha de gladiadores. La percusión de Rafa duele hondo, es una flecha que entra y luego se niega a salir. Y por muy preparado que estés para placarle, clavará sus brazos en esa parte de tu hombro que manda una descarga eléctrica al resto del cuerpo.
Tanto si lo tiras como no, ya estás herido de muerte. Al otro lado de la cancha el baile de Rafa sigue, de aquí allá, deslizándose con una elegante violencia por la pista, de lado a lado, la arena saliendo disparada en cada cambio de dirección. Incluso cuando está contra las cuerdas se revuelve furioso, como ese equipo que disfruta defendiendo a línea de cinco, pues sabe que recuperar ahí el balón será un golpe certero a la moral del equipo contrario y cuando efectivamente lo recuperan, cuando Rafa gana ese punto imposible, llega a esa bola en una carrera de ciencia ficción, cuando el público se pone el pie con los ojos abiertos como platos, sólo entonces entiendes lo imposible de la hazaña. Y ahí es donde muchos se ahogan arrastrados por una corriente de pasión irrefrenable.
El camino es un punto. Y luego otro. Y otro. En esa concentración absoluta, con el corazón ardiendo y la mente fría como un témpano, Rafa deconstruye el partido en miles de puntos, donde lo importante no es ganar el siguiente juego, ni el siguiente set, sino el siguiente punto. Y luego el siguiente, y el siguiente.
El marcador es irrelevante, para Rafa se resetea con cada punto a un cero-cero, siempre es el punto más importante. Así, consigue salir del atolladero de un 0-40, o de un set que ya se había ido para el otro lado. Porque construye su castillo punto a punto, piedra a piedra. Como ese equipo de rugby que siempre da la impresión que va a ganar aunque vaya por debajo, muy por debajo en el marcador.
Y al final, lo hace. Rafa juega cada uno de esos puntos hasta el final, sin regalar ninguno, obligando al rival a hacer ese esfuerzo extra, esa carrera de más que suma y suma hasta que se transforma en una victoria por asfixia, una boa constrictor alrededor de tu cuello que te exprime la vida gota a gota de sudor. Como esos All-Blacks que te harán pelear por cada ruck hasta el final, obligándote a exceder tus límites una y otra vez hasta que tu mente, sobrecalentada, descarrila. Y entonces cometes errores.
El camino es un punto. Luego se sienta y el ritual continúa, y creo haber visto ese repiqueteo nervioso de piernas en algún vestuario, en alguien que como Rafa, no descansaba ni sentado.
Cuando todo acaba, cuando ese festival de ¡Vamos! De golpes imposibles y de rituales inquebrantables se termina, Rafa sale de su fortaleza, vuelve del trance y regresa a la pista. Y felicita al rival tanto si gana como si pierde en un gesto que se torna humilde y agradecido. No sé si la lección más valiosa la da el Rafa deportista o el Rafa persona. De Hulk pasa al tímido doctor Banner. Sabe anteponer el dolor de la derrota del rival a su excitación por la victoria.
O la excitación de la victoria de su rival al dolor de su derrota. Y sólo las lágrimas de haber conseguido dominar al dios de las lesiones le traicionan de vez en cuando, cuando se tapa con la toalla y llora de rabia, al conquistar, una vez más, un trofeo en París. Rafa, como nosotros, hace siempre pasillo honesto al rival, no hay gesto forzado ni falsedad en sus acciones. Es la naturalidad de un chico normal y corriente en una lluvia de estrellas.
Debería enseñarse en todas las escuelas de rugby. El Rafa gladiador y el Rafa humano. El contraste entre el hambre de ganar y la humildad ante la derrota. El espíritu de un lobo que es capaz de recorrer kilómetros y kilómetros detrás de su presa. El camino hacia tus sueños que se construye punto a punto, paso a paso.
El aliento de fé que insufla un corazón de ave fénix a una mente huérfana cuando las cosas no salen bien, las lesiones se acumulan y las derrotas alejan aún más la cima que persigues. Debería enseñarse en todas las escuelas de rugby, a disfrutar de cada pase, de cada placaje y cada carrera como la última de tu carrera, de lucharla hasta el final.
Debería enseñarse en todas las escuelas de rugby, que el dolor de unas rodillas maltrechas no importa cuando un niño de Manacor soñó con ganar en la hierba de Wimbledon. Y si, algún día, el camino termina de manera abrupta, como dijo Ayrton Senna: “Por mucho que quiera dejarlo, no puedo abandonar, no puedo rendirme, mis metas, mis sueños y mi vida. Conducir es lo que me define”. Y a ti, ¿Qué te define?
La raqueta, su gladius, y la tierra batida, su casa. Y el rival intenta en vano no amedrentarse mientras ve a Rafael esprintar hacia la línea, el gesto ya apretado, la cinta en el pelo, los dientes preparados. Reconozco en su cara la llama en los ojos de “Iron” Mike Tyson cuando caminaba hacia el ring.
Una vez le pregunté a un internacional inglés de Leicester porqué muchos equipos perdían su identidad al jugar en Welford Road. Su respuesta, explicaba perfectamente el aura creada en torno a una manera de ver el rugby y la competición: “Llegan, y en el vestuario, bajo la Crumbie Stand, escuchan el rugido del público y el pisoteo al unísono que hace retumbar los cimientos.
Muchos han perdido antes de empezar, y los que realmente vienen a ganar, saben que enfrente tendrán un equipo que se tirará a la yugular desde el primer hasta el último minuto, y esa sensación de tener un perro de presa que te persigue y que no bajará la agresividad pesa hasta en los mejores equipos”. Yo vi al más grande del tenis llorar desconsolado, porque no había logrado liberarse de ese perro de presa.
En el mundo de Rafa, jugar y morir es lo mismo. No hay pensamientos más allá del siguiente punto, sabedor de que en cualquier deporte, también en el rugby, es la consecución de buenas acciones lo que te hace ganar. Una detrás de otra.
En el mundo de Rafa, no existe ruido, sólo hay silencio. Al saque, Rafa sigue su ritual sagrado de concentración. Arrastra el pie por la tierra limpiando la línea, se coloca el pantalón, bota la bola, una y otra vez.
Se toca la oreja, la nariz y la otra oreja. Mientras los espectadores escuchamos al público, admiramos las gradas llenas y la magnitud del momento y el partido, en la mente de Rafa como si de Clark Kent en su “fortaleza de la soledad” se tratase, sólo se escucha el viento. No hay gente, no hay cámaras no hay nada. Los sentidos, inyectados y acentuados por esa concentración inquebrantable, recogen sólo el sonido de la bola contra la superficie marrón plop, plop, plop.
Su sentido del tacto sólo alcanza a sentir esa gota de sudor que resbala de la cinta hasta el final de su melena. Su vista sólo dibuja una pista de tenis y un rival al otro lado de la red. Como si jugara en el espacio exterior. Como ese chico de Surrey que coloca el óvalo cuidadosamente en el tee, como si ese fuera el primer y el último golpe de castigo que golpeara en su vida. Y calcula sus pasos atrás, uno y otro, luego hacia un lado. Y junta las manos y mira a los palos. Su vista sólo dibuja el espacio entre los mismos, sus oídos sólo escuchan la brisa del viento. Así se consigue un drop mágico.
Al otro lado, sea quien sea el rival, hay nervios. Los mismos nervios que cuando esperas a la salida de la touch o de la melé, cuando ves que tu rival se prepara para recibir el óvalo e impactar contra ti. Con la diferencia de que puedes ver en su mirada que su objetivo irresoluble es pasarte por encima.
Y entonces llega el latigazo, comienza el baile, la lucha de gladiadores. La percusión de Rafa duele hondo, es una flecha que entra y luego se niega a salir. Y por muy preparado que estés para placarle, clavará sus brazos en esa parte de tu hombro que manda una descarga eléctrica al resto del cuerpo.
Tanto si lo tiras como no, ya estás herido de muerte. Al otro lado de la cancha el baile de Rafa sigue, de aquí allá, deslizándose con una elegante violencia por la pista, de lado a lado, la arena saliendo disparada en cada cambio de dirección. Incluso cuando está contra las cuerdas se revuelve furioso, como ese equipo que disfruta defendiendo a línea de cinco, pues sabe que recuperar ahí el balón será un golpe certero a la moral del equipo contrario y cuando efectivamente lo recuperan, cuando Rafa gana ese punto imposible, llega a esa bola en una carrera de ciencia ficción, cuando el público se pone el pie con los ojos abiertos como platos, sólo entonces entiendes lo imposible de la hazaña. Y ahí es donde muchos se ahogan arrastrados por una corriente de pasión irrefrenable.
El camino es un punto. Y luego otro. Y otro. En esa concentración absoluta, con el corazón ardiendo y la mente fría como un témpano, Rafa deconstruye el partido en miles de puntos, donde lo importante no es ganar el siguiente juego, ni el siguiente set, sino el siguiente punto. Y luego el siguiente, y el siguiente.
El marcador es irrelevante, para Rafa se resetea con cada punto a un cero-cero, siempre es el punto más importante. Así, consigue salir del atolladero de un 0-40, o de un set que ya se había ido para el otro lado. Porque construye su castillo punto a punto, piedra a piedra. Como ese equipo de rugby que siempre da la impresión que va a ganar aunque vaya por debajo, muy por debajo en el marcador.
Y al final, lo hace. Rafa juega cada uno de esos puntos hasta el final, sin regalar ninguno, obligando al rival a hacer ese esfuerzo extra, esa carrera de más que suma y suma hasta que se transforma en una victoria por asfixia, una boa constrictor alrededor de tu cuello que te exprime la vida gota a gota de sudor. Como esos All-Blacks que te harán pelear por cada ruck hasta el final, obligándote a exceder tus límites una y otra vez hasta que tu mente, sobrecalentada, descarrila. Y entonces cometes errores.
El camino es un punto. Luego se sienta y el ritual continúa, y creo haber visto ese repiqueteo nervioso de piernas en algún vestuario, en alguien que como Rafa, no descansaba ni sentado.
Cuando todo acaba, cuando ese festival de ¡Vamos! De golpes imposibles y de rituales inquebrantables se termina, Rafa sale de su fortaleza, vuelve del trance y regresa a la pista. Y felicita al rival tanto si gana como si pierde en un gesto que se torna humilde y agradecido. No sé si la lección más valiosa la da el Rafa deportista o el Rafa persona. De Hulk pasa al tímido doctor Banner. Sabe anteponer el dolor de la derrota del rival a su excitación por la victoria.
O la excitación de la victoria de su rival al dolor de su derrota. Y sólo las lágrimas de haber conseguido dominar al dios de las lesiones le traicionan de vez en cuando, cuando se tapa con la toalla y llora de rabia, al conquistar, una vez más, un trofeo en París. Rafa, como nosotros, hace siempre pasillo honesto al rival, no hay gesto forzado ni falsedad en sus acciones. Es la naturalidad de un chico normal y corriente en una lluvia de estrellas.
Debería enseñarse en todas las escuelas de rugby. El Rafa gladiador y el Rafa humano. El contraste entre el hambre de ganar y la humildad ante la derrota. El espíritu de un lobo que es capaz de recorrer kilómetros y kilómetros detrás de su presa. El camino hacia tus sueños que se construye punto a punto, paso a paso.
El aliento de fé que insufla un corazón de ave fénix a una mente huérfana cuando las cosas no salen bien, las lesiones se acumulan y las derrotas alejan aún más la cima que persigues. Debería enseñarse en todas las escuelas de rugby, a disfrutar de cada pase, de cada placaje y cada carrera como la última de tu carrera, de lucharla hasta el final.
Debería enseñarse en todas las escuelas de rugby, que el dolor de unas rodillas maltrechas no importa cuando un niño de Manacor soñó con ganar en la hierba de Wimbledon. Y si, algún día, el camino termina de manera abrupta, como dijo Ayrton Senna: “Por mucho que quiera dejarlo, no puedo abandonar, no puedo rendirme, mis metas, mis sueños y mi vida. Conducir es lo que me define”. Y a ti, ¿Qué te define?