Un puñado de agujas, clavos que atravesaban de lado a lado, hilo, alambre, una chincheta y dios sabe que más. Tinte amarillento, olor a betadine y una hinchazón de dibujos animados. La imagen se completaba con un gran corte en zig-zag. Ni siquiera parecía mi mano, o una mano, una idea reforzada por el hecho de que las órdenes de mi cerebro para que se moviera se quedaban perdidas en algún punto de mi cuerpo. Sólo el dolor hacía mía aquella mano.
Más aún, cada vez que llega revisión y te repiten el listado, te sientes atrapado en una cápsula, fuera de la atmósfera. A cientos de kilómetros de la tierra. De allí, de la sala de control, llega el listado de daños, interminable. Diagnósticos, problemas sin solución, mensajes de alarma, voces y más voces mientras tú vas a la deriva. Sabes que desde la sala de control harán todo lo posible para traerte de vuelta. Sabes que allí abajo ingenieros hacen cálculos y golpean sus ordenadores en busca de la solución mágica pero tú eres el que está ahí arriba. Jodidamente solo. Y al fin y al cabo, tú eres el que vas a tener que guiar ese trozo de metal de vuelta a casa.
Ahí abajo, mientras tanto, todo sigue. El equipo sigue jugando, la temporada avanza, en un tren del que te acabas de bajar, o más bien, del que te han bajado. Desde ahí arriba observas impotente como la vida sigue normal para todos, la rutina de siempre, estudios, trabajo…Y les haces culpables por no saber compartir tu sufrimiento. Por no contar como tú las horas, los días hasta tu regreso. El rugby continúa mientras el dolor te sujeta fuerte y te mantiene sentado. “No volverás” susurra. Sí, te lo susurra al oído y también mezcla ese mensaje en tus sueños, convertidos en pesadillas. Lo pone en boca de los que nunca querrías que te lo dijesen: “No volverás”. De repente, todos parecen estar en tu contra.
Lo intentas una y otra vez. Intentas dar todos los pasos. Abrir tu camino, practicar una sonrisa, falsa primero, delante del espejo. A miles de kilómetros de la tierra, te prometes que todo irá bien. Como el Bruce Wayne encerrado en un pozo, intentas la escalada hacia la libertad una y otra vez. Pero con cada intento se acumulan los fallos. La cápsula sufre, no responde, no maniobra. No tiene potencia, sufre un cortocircuito fatal que manda relámpagos de dolor a tu cuerpo cada vez que aprietas un botón. Como un ratón necio, que no aprende que ese botón da calambre, lo intentas una y otra vez. Una y otra vez no obtienes respuesta. La tribu del “No volverás” reniegan con la cabeza. Ahí abajo, en la tierra, una temporada de rugby ha acabado, y otra está a punto de empezar.
Y como el Bruce Wayne que comprende que ha de liberarse de la cuerda que representa su falta de miedo por morir, desatas la cuerda del tiempo, la que marcaba horas, días, semanas y meses, te deshaces del calendario que atrapaba tu cintura e intentas el salto mortal una vez más, pero esta vez sin importante de cuánto tiempo te vaya a llevar, solo con la fe indestructible de que saldrás de allí, de ese pozo. De que la cápsula volverá, algún día a casa. Cuanto tarde, antes la cuestión que más te obsesionaba, se convierte ahora, en algo irrelevante. El dolor te intenta susurrar una vez más, pero te has acostumbrado a su voz, y el “No volverás” se hace pequeño e imperceptible.
Hoy, muchos meses después, miro mi mano y ya no hay vendas, no hay agujas ni clavos, no hay alambres ni hilos, tampoco huele a betadine. En su lugar hay ahora una gran cicatriz en forma de zig-zag, un tatuaje eterno que rememora lo que un día fue. Alguien dijo una vez que “las cicatrices nos demuestran que el pasado fue real”. Que un día te arriesgaste. Que buscaste un límite. Como el cosmonauta que lo juega todo para cumplir un sueño y flotar en las estrellas. Y sólo la majestuosidad del espacio le hace olvidarse de que también puede ser una trampa mortal. La cicatriz me demuestra que el dolor se ha quedado enterrado debajo.
Y en esta cápsula a la deriva sigo orbitando la tierra. Sigue sin funcionar bien del todo. Sigue sin obedecerme del todo. A veces vuelvo a sentir aquel cortocircuito. Otras veces los motores se apagan. Pero cada día la órbita me acerca más y más a la tierra, a ese sitio ahí abajo donde la temporada acaba de empezar para todos, menos para mí. Y llegará el día en que me lo juegue todo en una reentrada en la atmósfera, a miles de kilómetros por hora, en un césped que hace muchos meses que no piso. Será todo a una carta. Pero tengo fe, esta cicatriz me recuerda que la cápsula algún día navegó por el espacio. Y cómo dijo Valentina Tereshkova: “sólo aquel que estuvo un día en el espacio puede apreciar lo frágil y pequeña que es la tierra”. Llena de cicatrices.