Un puñado de agujas, clavos que atravesaban de lado a lado, hilo, alambre, una chincheta y dios sabe que más. Tinte amarillento, olor a betadine y una hinchazón de dibujos animados. La imagen se completaba con un gran corte en zig-zag. Ni siquiera parecía mi mano, o una mano, una idea reforzada por el hecho de que las órdenes de mi cerebro para que se moviera se quedaban perdidas en algún punto de mi cuerpo. Sólo el dolor hacía mía aquella mano.
Hace solo unos cuantos meses, pero parece que han pasado años. Mi mano vendada encima de una camilla, y unos cuantos doctores alrededor. Como esa escena de película, en la que quitan las vendas a un monstruo desfigurado, solo que esta vez, nadie tenía que alcanzarme un espejo. Ahí estaba, delante de mi cara.
Un puñado de agujas, clavos que atravesaban de lado a lado, hilo, alambre, una chincheta y dios sabe que más. Tinte amarillento, olor a betadine y una hinchazón de dibujos animados. La imagen se completaba con un gran corte en zig-zag. Ni siquiera parecía mi mano, o una mano, una idea reforzada por el hecho de que las órdenes de mi cerebro para que se moviera se quedaban perdidas en algún punto de mi cuerpo. Sólo el dolor hacía mía aquella mano.
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Hay personas en este mundo que simplemente se encuentran con una montaña inalcanzable nada más nacer. Sin tiempo para aprender, para forjar su carácter o para afilar sus dientes. Han nacido con una mano perdedora en una partida que no han elegido perder. Y con ese instinto de supervivencia no tienen más remedio que seguir hacia adelante, luchando una batalla perdida sin haber tenido jamás la oportunidad de brillar. Esta es la historia de cómo Pedro, uno de esos supervivientes, encontró el rugby. Y como el rugby cambió su vida. Hubo una época en que fuimos los mejores. No ganamos torneos, ni medallas. Pero fuimos los mejores. Cuando fuimos los mejores, cada mañana de partido era una mañana de reyes. Cada momento en el vestuario antes del partido era el asalto a un nuevo campamento avanzado, en búsqueda de una cima que no sabíamos si tan siquiera existía. Sonreíamos al asomar la cara por la puerta de la tienda y sentir la nieve en nuestros rostros. Gira de los Lions. Sudáfrica. 21 de Junio de 1997. 11 de la mañana. Día de partido. Los Lions llegaban a esa gira como poco más que, según decía la propia SA Sports Illustrated, “un grupo de chicos afables que estaban haciendo historia, y de paso, ganando amigos en lugar de partidos”. Tampoco la prensa de casa confiaba. Ni el público. Así, la gira parecía puro trámite para los Campeones del Mundo. Es curioso, mientras otros muchos se han ido emborronando en mi memoria, aquel primer partido sigue tan intacto que podría decirse que se jugó ayer mismo. Ha sido siempre el mismo equipo, no concebía el rugby en otro, siempre he sido fiel a la misma camiseta, pues jugar con la familia era, creo, la única manera de hacerlo sin dejarme nada en el tintero. Sin embargo, pese a estar siempre en el mismo equipo, he visto pasar a mucha gente. Gente que llegó y se fue, gente que ya se iba cuando yo llegué y gente que estaba y aún está, desafiando como Ryan Giggs o Geordan Murphy a las exigentes e inexorables leyes del tiempo. Nunca más, me repito con fuerza cuando conozco el alcance de todo, cuando los médicos sueltan la tan manida coletilla… “si es que eso te pasa por jugar al rugby”. Indefenso, sólo alcanzo a responderles “nunca más”. Y así, se repite la rutina de noches en vela, viajes al hospital, inyecciones alternas de medicaciones y dolor, más malas noticias, operaciones y vueltas a la cabeza, todo con la banda sonora en el fondo de mi cabeza, como el cuervo de Poe sólo alcanzo a murmurar: Nunca más, nunca más, nunca más. El otro día estaba yo en el hospital, metido en una cama, y por delante tenía una de esas noches que todos hemos pasado alguna vez: noches donde los problemas giran una y otra vez dentro de tu cabeza, toman formas diferentes, donde lo que va a pasar al día siguiente se reproduce una y mil veces en tu mente, cada vez con distinto resultado, fruto de las ganas que realmente tienes de que llegue el momento, o como en esta ocasión, de que pase. Pero ante tí se extiende un manto oscuro en forma de noche inevitable, y, aunque tus párpados están cerrados, tus ojos están abiertos como platos. Estimados Señores del Jurado: Reconozco que me han dado ustedes la segunda sorpresa del verano, nominando al Torneo VI Naciones al Premio Príncipe de Asturias de los Deportes. Permítanme que les cuente cual fue la primera. Hace ya un mes, y parece que fue ayer, cuando medio mundo se congregaba delante del televisor. Son esos momentos en que dejamos atrás esto y lo otro y dejamos volar nuestros sueños, en un mundo que parece querer enjaularlos, enterrarlos. Era, la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Londres 2012. Suena el despertador. Hace tiempo que ya no da la hora. El despertador ya no dice "son las seis de la mañana" ni las siete, ni las ocho. El despertador hace tiempo que dice "la prima de riesgo está en 500 puntos". Abres las cortinas y miras al cielo encapotado, negro, amenazante. "La que va a caer hoy" piensas. Y cae, el IBEX, un dos, un tres, un cuatro… Y en ese momento te haces la pregunta, esa pregunta diaria, inapelable, incontestable… ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? 15 de Marzo de 2005. Es una fría y nublada mañana en Northampton, típico día de las Midlands. Mientras te despiertas en la habitación del hotel, suena la BBC One. Nelly, Stereophonics y Jennifer López desfilan en las listas. Y sentado en la cama de ese hotel, miras una vez más la lista de esa convocatoria de la selección inglesa sub-21, buscando tu nombre, temeroso de que en realidad, todo fuera un sueño. |
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October 2015
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