Probablemente te has encontrado con uno de ellos, aunque escasean. Se entrenan y juegan alejados de las grandes luces. No es su estilo. A primera vista, simplemente, no parecen nada extraordinario. Pero más bien, lo extraordinario de su juego es la simpleza con la que hacen su trabajo. La armonía de los pasos pequeños. La vuelta a lo básico. El equipo da por hecho su presencia, la calma y el equilibrio que aportan al grupo. Y entonces, en ese partido en el que por una u otra razón no están se desata la tormenta: el ancla ha desaparecido, el barco se zarandea y el rugby de tu equipo, hasta entonces un vals controlado, se convierte en un baile frenético en el que no puedes controlar el ritmo. Sí, probablemente te has encontrado con ellos y él era uno de esos.
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Vivimos rodeados de oportunidades. Constantemente pasan por delante de nuestros ojos, si bien muchas veces disfrazadas de otra cosa. Disfrazadas de retos, de aventuras. De lo desconocido. Con la capa de nuestros miedos y la máscara del no puedo. De nosotros depende mirarlas a los ojos y reconocerlas. Hacernos siempre esa pregunta… Es una situación que se repite a lo largo de nuestras vidas. Te encuentras, de repente, frente a un gran precipicio. El abismo se extiende ante ti y tus únicas opciones son darte la vuelta, o saltar. La pregunta es: ¿llegarás al otro lado? Es entonces cuando te invade el miedo y recorre todas las partes de tu cuerpo como una descarga eléctrica que absorbe toda tu fuerza… 30 de junio de 2001, Brisbane. Todo sucedió en un instante. Un ataque convulso, violento, certero. Y cuando el polvo se posó, los australianos se dieron cuenta de qué había pasado. Un joven león, aún sin melena, de 21 años había enseñado los dientes por primera vez. A un equipo de estrellas, a un equipo de leyendas. Esta historia comienza así... 6 de junio de 1998. En Brisbane, un joven de 19 años llora desconsolado en un vestuario ya vacío. Lo que acaba de vivir, no puede ser más amargo. Aquel tenía que haber sido un gran día. Su gran día. Al fin y al cabo, era su debut con la selección nacional. Tantas emociones encapsuladas en un túnel de vestuarios justo antes de salir al campo. Tantos entrenos, tantas horas que te han llevado hasta allí. ¿Cómo describirlo? Seguro, que en ese día de tu debut, verás la recompensa a todo este camino. Eso pensaba aquel joven. Resulta que esta vida tiene algunas cosas que se escapan a nuestro control. Momentos en que el destino, caprichoso, nos pone a prueba. Geoff Parling se encontraba, sin saberlo, ante uno de ellos. Aquel 19 de noviembre se había levantado pensando que ya, por fin, se acababa un largo caminar por un camino tortuoso. La luz que inunda el tramo final de un túnel que recorrió solo. A ciegas. Con la única compañía de un espíritu de lucha inquebrantable. Fe. Pero todo aquello se volatilizó en un instante… El otro día estaba yo en el hospital, metido en una cama, y por delante tenía una de esas noches que todos hemos pasado alguna vez: noches donde los problemas giran una y otra vez dentro de tu cabeza, toman formas diferentes, donde lo que va a pasar al día siguiente se reproduce una y mil veces en tu mente, cada vez con distinto resultado, fruto de las ganas que realmente tienes de que llegue el momento, o como en esta ocasión, de que pase. Pero ante tí se extiende un manto oscuro en forma de noche inevitable, y, aunque tus párpados están cerrados, tus ojos están abiertos como platos. Haciendo una reducción extrema, siempre hay una palabra que define nuestro recorrido en la vida. Para Patricia García Rodríguez (1989) esa palabra es DEPORTE y todo lo que ello conlleva. Una unión vital e inseparable en cada paso adelante. Siempre está la pregunta: ¿cómo empezó todo? Muchas veces, la respuesta no existe. El amor de Patricia García con el deporte no se puede fechar, macera a fuego lento con el pasar de su niñez. En sus primeros años García experimenta y prueba tenis, natación, futbol sala, baloncesto… de estos dos últimos le atrae el componente social, las amistades y buenos momentos. Son años de comenzar caminos, de plantar sueños y sobre todo de aprender a sentir, experimentar hasta tocar ese cable, esa tecla que lo cambia todo en tu interior. Es difícil imaginar lo que sintió Nick Youngs este sábado, desde las gradas de Twickenham. Es difícil imaginar el torrente de emociones que le sacudieron cuando sonó el 'God Save the Queen'. Quizás el nudo en la garganta y el orgullo interminable cada vez que alguien se acercaba a felicitarle. Un apretón de manos, una cálida sonrisa, un "Congratulations". Un sueño, el mayor de sus sueños se cumplía. Y sus dos hijos cantaban agarrados el himno mientras la rosa lucía orgullosa en su pecho. Y Nick, se siente aliviado, el peso de un padre que teme que sólo uno de los dos lo logre, ese peso, ya no existe. Es un día especial para los Youngs. Pero el camino no ha sido fácil. Dicen que fue la victoria del pueblo, para el pueblo. Que definió para siempre un estilo de juego, unos valores, casi una religión. En Munster, después de aquel 31 de octubre de 1978, nada fue igual. Y todo empezó con una cerveza, o mejor dicho, con muchas cervezas. Era Munster por aquel entonces una caótica gran familia. Jugaban allí los chicos de siempre, los que se conocían a la perfección, los hijos de una feroz rivalidad entre los clubes de Limerick. 15 de Octubre de 1962. Unas fotos caen sobre el escritorio del hombre más poderoso del mundo. El joven y carismático líder mira las instantáneas confuso, atento a las palabras que las acompañan. Y, justo en el instante en el que alcanza a comprender la totalidad de su significado, un gélido escalofrío recorre su espalda. John Fitzerald Kennedy, Presidente de los Estados Unidos de América, se siente más solo que nunca. La Unión Soviética ha colocado misiles en Cuba. Y el destino de su país, y quizás del mundo entero, depende de su respuesta. Es ahora, con la URSS presentándole un jaque, cuando JFK necesita a su gente de confianza. Once años han pasado ya desde aquel 11 de septiembre y el recuerdo a los nuestros sigue vivo. Esta es la historia de un apasionado jugador de rugby que nos dejó aquel día. Mark 'Lud' Ludvigsen era un buen marido, buen compañero, fiel impulsor del rugby en Nueva York y amante de los retos que nos presenta la vida. Mark Ludvigsen era, uno de los nuestros. Estimados Señores del Jurado: Reconozco que me han dado ustedes la segunda sorpresa del verano, nominando al Torneo VI Naciones al Premio Príncipe de Asturias de los Deportes. Permítanme que les cuente cual fue la primera. Hace ya un mes, y parece que fue ayer, cuando medio mundo se congregaba delante del televisor. Son esos momentos en que dejamos atrás esto y lo otro y dejamos volar nuestros sueños, en un mundo que parece querer enjaularlos, enterrarlos. Era, la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Londres 2012. Todos tenemos una voz. Una voz que narra nuestro deporte. Yo recuerdo, en la infancia, aquella voz que pronunció, un dia de 1993 el nombre de mi ídolo por primera vez: "Y ahí entra el joven Lance Armstrong, quédense con este nombre, hará grandes cosas en el futuro", profetizó aquel entrañable Pedro González. Con su voz vibramos en las cálidas tardes de verano, ¡tardes de Tour!, sesteábamos en el llano con su tono familiar, de amigo; saltábamos cuando atacaban Ciapucci o Indurain… y respetábamos sus opiniones entendidas, de alguien que sabía muy bien de lo que hablaba. Era, la voz del ciclismo. Nuestra voz del ciclismo. |
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October 2015
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