Probablemente te has encontrado con uno de ellos, aunque escasean. Se entrenan y juegan alejados de las grandes luces. No es su estilo. A primera vista, simplemente, no parecen nada extraordinario. Pero más bien, lo extraordinario de su juego es la simpleza con la que hacen su trabajo. La armonía de los pasos pequeños. La vuelta a lo básico. El equipo da por hecho su presencia, la calma y el equilibrio que aportan al grupo. Y entonces, en ese partido en el que por una u otra razón no están se desata la tormenta: el ancla ha desaparecido, el barco se zarandea y el rugby de tu equipo, hasta entonces un vals controlado, se convierte en un baile frenético en el que no puedes controlar el ritmo. Sí, probablemente te has encontrado con ellos y él era uno de esos.
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Un frío 5 de Febrero, a las afueras de Dublín, un joven niño irlandés corretea por el monte recogiendo tréboles. Distraído, cada vez se aleja más y más de la ciudad. De repente, se choca con un afable señor de pelo blanco, que prismáticos en mano, y con un marcado acento galés le pregunta: “Hijo, ¿Cómo te llamas?” “Malory, señor, me llamo Malory” dice, atemorizado, el joven irlandés, al ver la cantidad de tropas que le rodean. “Bien Malory, yo me llamo Gatland, Warren Gatland. Y quiero que me escuches atentamente. Corre a tu casa, métete en el sótano y no salgas en todo el día. ¿Me has oído? Ahora, ¡Corre!”. |
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October 2015
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