Recuerda su cuello rompiéndose en pedazos. Recuerda el miedo. Aquella aterradora sensación de no sentir más que un corazón acelerado. Recuerda el dolor que llegó sin avisar, horas después de todo aquello. Recuerda la cama de hospital, recuerda la sala de operaciones. Recuerda cuando le dijeron "No volverás". Y todos esos demonios que creyó enterrados se sientan a su lado una vez más en la consulta del cirujano.
Los doctores le explican, con tecnicismos que no quiere entender, lo que le pasa a su rodilla. Los demonios susurran una y otra vez: "No volverás, no volverás". El 'león que regresó del infierno' vuelve a pasearse como Ulises por el Hades. El león con el cuello roto. El león que se vuelve a romper.
Y con cada duda que le asalta, los demonios sentados a su alrededor crecen y crecen, mientras las voces de los doctores se alejan a kilómetros hasta hacerse imperceptibles. Y su corazón ruge de rabia, primero de manera imperceptible y luego cada vez más alto; le dice que luche, que vuelva. Y cuando se da cuenta, los demonios ya no están, se han ido.
Lejos, muy lejos de allí, en Sudáfrica, el que un día fuera uno de los mejores jugadores del mundo se encuentra postrado en una cama, incapaz ya, de controlar ninguno de sus músculos. Su cuerpo se apaga segundo a segundo, minuto a minuto. Y apenas un leve chorro de voz recuerda a Joost van der Westhuize, uno de los mejores medio melés de la historia del rugby. Una grave enfermedad conocida como 'enfermedad de la motoneurona' le succiona la vida poco a poco hasta el día en que su cuerpo simplemente se pare por completo.
Pero los demonios llegaron antes, mucho antes de aquel fatídico día de 2011 cuando se enteró de que aquellos espasmos en el brazo que sufría desde 2008 eran algo más que un susto. Llegaron con una vida de fama y desenfreno. Bebieron con él cada noche en aquellas barras de bar. Le acompañaron en el viaje hasta la autodestrucción. Le susurraban: “Sigue, sigue”. Y les hizo caso.
Se hicieron más grandes los primeros meses de su enfermedad. Se alimentaron de su dolor y su desesperación, de su miedo. Hasta que un dia Joost se dio cuenta de que sólo él era capaz de hacerlos aparecer y sólo él sería capaz de ahuyentarlos. Y cuando le preguntaron por su pasado, en una entrevista reciente, esbozó una sonrisa y respondió que "ahora, ya estoy en paz". Y aunque los demonios no han desaparecido, jamás volverán a tocarle.
En la misma Sudáfrica, en 2009, Ian McGeechan llora desconsolado antes del tercer 'test' contra los 'Springboks', en una sala vacía y con unas Series ya perdidas. El gran león, quizás el mejor león, que se convirtió para siempre en un 'Invencible' en 1974 como jugador y que luego repetiría la gloria en 1997 como entrenador, también en ese mismo lugar, está rodeado de demonios que le apuntan con el dedo y le dicen que como león ha perdido más que ha ganado. Le dicen que ha perdido como jugador en 1977 y que como entrenador dejó escapar las series de 1989 y 1993. Y al oído le dicen que después de ese tercer 'test', con unas Series perdidas, su carrera como león se habrá acabado para siempre.
En el rugby hay demonios. En la vida, indudablemente también. Esperan pacientes el momento de asaltarnos a la vuelta de la esquina, cuando tu mente y tu corazón han bajado la guardia. Te asaltan cuando estás solo, en esa consulta de hospital, en esa sala de espera, en ese vestuario vacío ya, en esa derrota abultada. Te invitan a traicionar a ese código adoptado, te apartan de tus valores, te alejan de tu camino.