A veces, el grupo se escapa. No sabes por qué. No encuentras la solución. Otras veces disfrutas del roce del resto de tipos locos como tú. Disfrutas de la anarquía violenta de ir envuelto entre bestias sin freno, ganándote codo a codo la posición. Con una sonrisa de loco les retas a ir más rápido. Es una pelea a cara de perro. Y otras, quizás las menos, saboreas el marcar el paso, el no tener nadie por delante, cabalgar hacia la victoria. Cada partido, una carrera diferente. Y tú, corres tu carrera. Te dejas llevar.
Pronto entendieron, jockey y caballo, que era su miedo a ganar el que les paralizaba. El uno, a hacerlo por primera vez, el otro, a regresar a una época lejana. Todo seguía el camino que les habían marcado hasta que, una vez, en un entrenamiento de invierno, con la pista vacía y la noche envolviendo el hipódromo, sucedió. El jockey pudo sentirlo. Como la respiración de aquel caballo se aceleraba como nunca antes, rítmica, una melodía desenfrenada. Un bramido furioso y el aliento que salía de las narices de aquel caballo convertido en un tren de mercancías. Cerró los ojos y se agarró fuerte. Intentó olvidarse de su miedo a caer, a romperse de nuevo alguno de sus maltrechos huesos. El caballo aceleraba y aceleraba, golpeando la arena con sus cascos con una violencia sin igual. Y entonces lo comprendió. Allí, con el hipódromo vacío, bajo un manto de estrellas, sus miedos se habían esfumados. El jockey apuntó al cielo estrellado y gritó ¡Alcánzalas! ¡Más rápido!
Y el caballo corría y corría, persiguiendo estrellas a la luz de la luna. Aquella noche mágica cambió la historia de aquella extraña pareja para siempre. Al caballo le llamaron desde aquel día “El caminante de las estrellas” y ambos entrenaban siempre a la noche, la velocidad y la adrenalina el antídoto a su miedo al fracaso. Y en las carreras, ya no había rival. Cuando la puerta se abría, se ponían en primera posición, aquel viejo jockey susurrándole ¡Persíguelas! ¡Alcánzalas! Y aquel joven hijo de campeones cabalgando como nunca se había visto.
¿Diste tú al caballo la fortaleza? ¿Vestiste tú su cerviz de relincho?
¿Le intimidarás tú como á alguna langosta? El resoplido de su nariz es formidable:
Escarba la tierra, alégrase en su fuerza, Sale al encuentro de las armas:
Hace burla del espanto, y no teme, Ni vuelve el rostro delante de la espada.
Contra él suena la aljaba, El hierro de la lanza y de la pica:
Y él con ímpetu y furor escarba la tierra, Sin importarle el sonido de la bocina;
(Job 39 21-27)