Ojos que se abren en un fin de semana. Ojos que no esperan a un despertador que hoy llega tarde, que hoy no hace falta, al que hoy no se espera. El día que se viene es el que espero desde hace otros seis. Mi mochila negra está preparada desde la noche anterior. Simple, vieja, con muchos viajes pero siempre sincera, siempre el lastre para mantener los pies en el suelo en terceros tiempos que se escurren hacia tierras desconocidas. Siempre acompañándome a cada vestuario y sala de hospital. |
Y entonces, los ojos se abren de verdad. Con el sonido de ese jodido cacharro que reposa en el otro lado de la almohada. Sí, es fin de semana. No, no hay mochila, ni hombreras que aguardan dentro. Ni botas primitivas ni rutinas. Ni esas bromas del que me ve llegar vestido a desayunar, a horas del partido. Ni partido. No lo ha habido desde hace ya casi dos años. Dos años en los que el fin de semana es una búsqueda inútil de molinos. Saliendo por la puerta atrás de cada sábado y cada domingo, con cualquier otro deporte al que no encuentro el sentido. Me castigo en el gimnasio, intentando, en vano, encontrar el umbral de ese dolor que me hacía sentirme un gladiador. Intentando que me quemen las piernas, que se me hinchen los hombros, que me palpite el corazón con aquella fuerza cuando defendías una agónica victoria en las murallas de tu castillo. Que me duela la cabeza, que me sangren las rodillas. Como un Jack Sheppard que busca con frenesí aquella isla perdida que parecía maldita pero que ahora desde lejos, desde lejos parece el paraíso. Como el Muhammad Alí que busca su juventud en unas manos temblorosas. Y no la encuentra. ¿Dónde están las luces del viernes noche?
Y ahí se quema en la hoguera, en la hoguera de sentimiento que cantan los Muñoz. La misma que se enciende cada vez que voy a ver algún partido. Y yo creo que hay tormenta, y que me tiro al mar, pero que no me voy a ahogar. Y con Robe comparto ese castillo de arena, mi reino es para mí. Esperando a que suba la marea. Y a que vuelva el rugby.