avanzaremos al atardecer
cuando las colinas se alcen juntas
y el silencio deje hacer.
Mezclado con nubes, viento y ríos
el sol desprende rocío y lluvia...
En Cumberland siempre estaré,
aunque jamás regresaré"
El teniente Oxland suspiró profundamente mientras escribía el último verso. Guardó el lápiz y el papel humedecidos en el bolsillo de su uniforme y echó una mirada a su alrededor. La barca ligera acorazada que le llevaba a las costas turcas acogía unos 500 soldados del sexto batallón. Habían partido de la isla de Imbros, donde llevaban acuartelados unos días, a eso de las siete de la mañana. Sólo conocieron las órdenes a última hora de la noche anterior. Desde entonces, una extraña mezcla de miedo, tensión, orgullo y sentido del deber se apoderó de todos y cada uno de ellos. Mecidos por el suave oleaje, eran conscientes que, para muchos, la próxima vez que pisaran tierra sería la última vez.
Nowell Oxland se tocó el bolsillo y sonrió levemente. Se había pasado la noche entera intentando acabar ese poema y los últimos versos simplemente no salían. Pero ahora, tan seguro de su destino fatal, no había tenido ni que pensar. Creía estar seguro de no regresar jamás a su querida Inglaterra y, sin embargo, en un rincón de su interior albergaba una esperanza, pequeña, de que todo aquello pasaría y que pronto dejaría de ser el teniente Oxland para volver a ser Nowell. Y todo, volvería a la normalidad.
Apasionado de la historia, se preguntó si el viaje que ahora hacían sería recordado como el navegar de las naves griegas de Menelao en búsqueda de una muralla infranqueable y una mujer indescriptible. ¿Serían recordados ellos también como héroes durante milenios? El gobierno británico les había enviado a los Dardanelos para asegurar una ruta hasta Rusia, pero había infravalorado terriblemente las defensas turcas en la costa. El error costaría miles de vidas. Pronto las playas de la Bahía de Suvla asomaron por el horizonte. Los destructores que escoltaban las barcas ligeras comenzaron a tronar. También la artillería turca bramaba de vuelta. Y entonces Nowell se desprendió, como el resto de hombres que le rodeaban, de cualquier emoción humana y se preparó para el momento en que la portezuela se bajara. Sólo fue un instante. Un sonido seco y sus rodillas se clavaron en la arena. Ahí terminó una historia que había comenzado 25 años antes…
Nowell Oxland nació en Devon en 1890, pero sería en Cumberland donde pasaría toda su infancia y adolescencia. Al norte de Inglaterra, rodeado de granjas y naturaleza, surgió su amor por el rugby. Con trece años entró en la King School de Durham donde inmediatamente se apuntaría al equipo de rugby. Allí conoció a Jimmy Dingle y pronto se hicieron grandes amigos. Ambos jugaban en el mismo equipo y a los dos les apasionaba la historia. También hacían remo, donde ganarían prestigiosas regatas locales. Jimmy fue capitán del equipo de rugby primero y delegado después, puesto en el que le sucedería Nowell. La escuela dejó paso a la Universidad y los dos amigos se despidieron. Sería, según ellos, un "hasta luego". Nowell se fue a la Universidad de Worcester, donde siguió remando y jugando al rugby. Jimmy acabó la Universidad en 1914 y volvió a ejercer de profesor a su escuela de Durham. Jugaría tres 'test' con Inglaterra. Allí estaban cada uno cuando comenzó la guerra y no lo dudaron ni un instante. Dingle se alistó en el Regimiento de East Yorkshire, mientras que Oxland se fue al Sexto Batallón, donde se apuntaban todos los muchachos de su Cumberland natal. Ninguno de los dos regresaría de la guerra. Aquellos dos muchachos, apasionados por la historia y el rugby, se habían despedido para siempre aquel último día en Durham…
Hace unos meses el historiador Stephen Cooper reunía a los alumnos de la escuela de Durham para hablarles de un hallazgo que le había dejado sin habla. Cooper, historiador de profesión y amante del rugby, preparaba una historia sobre Oxland y su poema. En la sala estaban todos los alumnos de Historia, pero también todo el equipo de rugby, enfundados en sus jerseys verdiblancos. Todos escuchaban atentamente lo que Cooper había venido a decirles.
Cooper comenzó contándoles la historia de Nowell, su poema y lo que ello significaba. El amor por Inglaterra que desprendían sus líneas, el absoluto convencimiento de que, a pesar que podía costarle la vida, estaba haciendo lo correcto y cumpliendo con su deber. También el miedo a que su cuerpo yaciera para siempre solitario en un país enemigo. Los alumnos, como si se tratara de una película, no podían apartar su mirada de un Cooper que, exaltado, paseaba por la sala. Y el desenlace final recorrió como un relámpago toda la sala. Cooper anunció que a sólo cien yardas del cuerpo de Oxland se hallaba su compañero de equipo y mejor amigo Jimmy Dingle, abatido en la misma playa turca. Ninguno de los dos supo que el otro desembarcaba también ese mismo día. Allí, aquel agosto de 1915 se quedaron para siempre el Teniente Nowell Oxland y el prometedor ala de Inglaterra Arthur James Dingle. Allí, con toda la eternidad por delante para hablar de rugby y recordar la historia de la que ellos ahora formaban parte.
Allí yacen, a los pies de la colina que tenían que conquistar, y sobre la que se alza un monumento con unas palabras pronunciadas por Attaturk en 1934: "A los héroes que derramaron su sangre y perdieron la vida… Ahora yacéis en suelo amigo. Así pues descansad en paz. No hay diferencia entre los Johnnies y los Mehmets que yacen en las playas de nuestro país. A las madres, que vieron partir a sus hijos, limpiad las lágrimas de vuestro rostro. Vuestros hijos yacen ahora en paz en nuestro regazo, y tras haber perdido la vida en nuestras costas ahora se han convertido en hijos nuestros también".
Y así termina la historia de una amistad indestructible. Porque en ocasiones hay gente que está destinada a permanecer junta para siempre. Lo que ha unido el rugby, que no lo separe el hombre.